* Artículo de Juan Monroy Gálvez publicado ayer, 27 de mayo, en El Comercio.
Aunque es imposible no temer lo que se viene, no permitamos que esta sensación nos paralice. Votar en blanco o viciado nos descalifica para los cinco años que vienen o, si se quiere, nos devuelve a lo que ya no debemos ser: demócratas de ocasión que creemos que votando acaba nuestro compromiso político. Ahora más que nunca, sea cual sea el resultado, tenemos el deber moral de participar activamente en la construcción de nuestro futuro.
¿Por quién votar? Lo que sigue es un recorrido personal que podría servirles, incluso, para no seguirlo. Allí va. En lo político y económico, ambos candidatos han renunciado a sus planteamientos originales. Como lo que queda es un enigma, allí no está la respuesta. Por otro lado, toda propuesta política debe tener como presupuesto una concepción del hombre, una visión antropológica de su puesto en el cosmos. Esto tampoco lo tiene claro ninguno.
Otra búsqueda, tanto o más importante que las anteriores, está en la base ética de su concepción política. Se trata de la relación con la cosa pública (lo de todos y para todos) y con quien, en definitiva, debe investigar y sancionar su uso, el Poder Judicial. La opción excluyente del gobernante es: cuidar y responder por cada centavo o dilapidarlos como si fueran suyos, sometiendo a quien lo debe investigar. Aquí sí hay una razón para optar.
En la última década del siglo pasado, el Poder Judicial padeció la más terrible desgracia de su accidentada existencia: fue copado por la mafia que gobernaba. El capo descubrió que una sentencia es mucho más que una ley. Lo que esta tiene de alcance general lo pierde en concreción y prestigio respecto de aquella. En el poder puedes promulgar una ley a tu medida, pero eso es grosero. En cambio, si lo ilícito te lo da una sentencia, podrás decir que un tercero imparcial te otorgó el “derecho”. Además, una ley se puede dejar sin efecto, pero no una sentencia definitiva.
Las sentencias se elaboraban en Chorrillos y se firmaban frente al Sheraton. Los jueces que ‘colaboraban’ con el ‘sistema’ podían tener impunemente sus ‘negocios propios’. El control disciplinario también estaba copado. Así se maridó la política con la corrupción judicial. Los jueces que ‘desobedecían’ eran marginados o ‘invitados’ a un seminario cuando a su juzgado llegaba algo que le interesaba a la ‘familia’
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